«Aunque los peatones ganaron algo de comodidad con esta mejora, no avanzaron en términos de seguridad personal hasta que se instaló otra hilera de piedras a intervalos regulares como bordillo. Finalmente la ineficacia de este sistema se solucionó con un bordillo continuo a ambos lados, que funcionaba de manera similar a las aceras elevadas que se habían instalado en muchas ciudades importantes.»
Idelfons Cerdà
Últimamente, se ha hablado mucho sobre el papel de las cosas en el terreno político. Dentro de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS), este interés ha venido a llamarse “el surgimiento de las cosas”, un desplazamiento del papel que juegan los objetos en relación a la acción pública que les otorga la capacidad para facilitar, informar y organizar a la ciudadanía en los procesos de toma de decisiones de las democracias occidentales. Este enfoque es particularmente relevante para los automóviles sin conductor, ya que lleva a cuestionar como estos objetos participan activamente en el debate público de controversias socio-técnicas que conlleva su despliegue en entornos urbanos. Hemos descrito con anterioridad algunas de sus implicaciones: transformaciones en las definiciones de seguridad, en el diseño del espacio público, en como convivimos y en los marcos legislativos y regulatorios que definen nuestra vida diaria. Nos falta entender como estas cosas, en sí mismas, nos permitirán abordar, colectivamente, el debate público sobre estas transformaciones sociales.
Identificar estas cosas tiene dos propósitos: permiten iniciar la conversación sobre los efectos de la tecnología y, al mismo tiempo, definir el lugar donde esta va a tener lugar. En otras palabras, al reconocerlas, en torno a ellas se despliega un laboratorio donde se convierten tanto en sujetos de estudio como en herramientas que facilitan la experimentación. El proceso de identificación no está libre de obstáculos. Los vehículos sin conductor ya están aquí, transformando las calles que ocupan, pero su impacto tiende a ser invisible a los ojos humanos. Los cambios sutiles en los elementos ordinarios y banales que definen nuestro entorno pueden pasar desapercibidos. Las cosas están ocultas a plena vista en la calle, precisamente el lugar donde pueden identificarse y discutirse públicamente. Hacerlas visibles, representarlas, es fundamental para entender como las cosas definen los parámetros de discusión, como retroalimentan el debate y como operan en el dominio público. Y es que, su condición publica, estar presentes en la calle, es lo que las convierte en parte de las controversias de los automóviles sin conductor.
Bordillos 2, 3 y 4 abandonados en un almacén al aire libre. Mayo de 202, Shenzhen. Fotografía: Ke Song.
Sabemos que la presencia de los vehículos autónomos en las ciudades ya ha transformado las calles en laboratorios, lo que ha popularizado los experimentos donde el público interactúa con los coches. Estos tests o demostraciones públicas, hasta el momento, apenas han permitido evaluar las implicaciones sociales de la tecnología, y rara vez han logrado añadir otras cosas relevantes a la discusión más allá del coche. La fascinación por el vehículo hace que a menudo los ensayos parezcan, más que un experimento científico, una exposición, donde la posibilidad de usar un coche, ser conducido, o interactuar, deja poco espacio para la incorporación de otras cosas en la discusión. Y, sin embargo, el papel que estos otros objetos pueden desempeñar en estos experimentos es fundamental para articular los la discusión y, así, ampliar su ambición social.
A la hora de tratar de identificar estas otras cosas, la transición que hace un siglo substituyo caballos por coches, y los objetos que la definieron, puede servir de precedente. Cuando los automóviles comenzaron a popularizarse, el número de caballos en la vía publica disminuyó paulatinamente a lo largo de varias décadas, mientras que el diseño de las calles sufría alteraciones, menores, pero cruciales. La llegada de los coches modificó sutilmente tres de los factores que determinan la forma de la calle —la alineación, el perfil y la sección transversal— pero mantuvo intactas su anchura y su geometría general. Inicialmente, las principales alteraciones se produjeron en los acabados superficiales. Los lobbies de la industria del motor, muchas veces alegando motivos de salubridad, exigieron superficies de carreteras de más calidad que evitaran el polvo, que se creía causa de enfermedades respiratorias, especialmente porque en gran parte estaba compuesto por excrementos de caballo. En la década de 1920, tanto el asfalto como el hormigón ya eran materiales de uso común en entornos urbanos. Fue en ese momento cuando las medianas, el otro cambio menor pero importante, se popularizaron como un dispositivo de seguridad —sin ellas, los vehículos, circulando en ambos sentidos, pugnaban por ocupar el centro de la calzada.
Estos cambios fueron el resultado de un proceso de toma de decisiones cerrado al público, guiada por influencia directa de los fabricantes en los organismos reguladores. Ambos se remontan a la primera Comisión de Carreteras del condado de Wayne, Michigan, de 1906, de la que formaba parte, entre otros, Henry Ford, y que a partir de 1909 colaboro de manera estrecha con la industria automotriz. Solo dos años más tarde, en 1911, bajo el mandato de Edward N. Hines, la comisión llevaría a cabo la construcción de la primera carretera de hormigón cuyo diseño incluiría una medianera.
Un siglo más tarde, somos conscientes de los efectos que estos cambios tuvieron en las ciudades y, en los capítulos anteriores, hemos explicado la importancia de implicar a la ciudadanía en la toma de decisiones. Incluso hemos presentado ya una vía para llevarlo a cabo: identificando los objetos críticos que definen como vehículos autónomos experimentan el entorno urbano, ya que las diferencias entre su percepción y la de los humanos definirá la magnitud de los cambios. Puede que en el futuro los vehículos autónomos no necesiten señales de tráfico ni semáforos, pero las marcas viales seguirán siendo indispensables. Aunque la fiabilidad de los automóviles aumente, la sensación de peligro que produce un automóvil sin conductor circulando a gran velocidad junto a un peatón no desaparecerá de golpe. Y por mucho que las calles se transformen, ciertas funciones difícilmente desaparecerán, incluyendo la recolección del agua de la lluvia, la subida y bajada de pasajeros y mercancías, o asegurar una accesibilidad integral. Si hay un objeto que reconcilia todo lo anterior —que proporciona información visual para la navegación del automóvil, que separa peatones y vehículos, que condensa las funciones infraestructurales de la calle— probablemente sea el bordillo.
El bordillo es una pieza que divide la calle en dos áreas: la calzada y la acera. Sirve como separación entre peatones y vehículos, y permite que los segundos circulen de forma segura. Define el cambio de nivel que permite la recolección del agua de la lluvia y evita que se inunde la acera. Y es, además, un ejemplo clásico de barrera arquitectónica.
Históricamente, el bordillo ha tenido poco que ver con el transporte. Su diseño evitaba que las aguas residuales en entornos urbanos densos y a menudo poco higiénicos, entrara a los edificios. Fue el aumento del tráfico rodado durante el Renacimiento lo que extendió sus funciones, completando el papel que ya jugaban los bolardos de piedra o metal en la separación del tráfico de peatones y de vehículos. Como explica Ildefons Cerdá en su Teoría General de la Urbanización, el bordillo solo se volvió omnipresente en el diseño de calles durante el siglo XIX, como medio para gestionar el movimiento de vehículos, personas y agua.
Lo bordillos son elementos resistentes, pero muy expuestos a los golpes y el tráfico pesado, por lo que han de poder ser sustituidos regularmente de una manera económica. Las reparaciones forman parte del mantenimiento regular de la calle que también incluye reemplazar pavimentos, subsanar baches, repintar marcas viales, o reparar el alcantarillado, y por tanto se rige por las mismas lógicas de eficiencia.
Esta funciones definen sus condiciones materiales. Si los bordillos tradicionalmente se construían con piedra natural local, duradera y barata, esta ha sido paulatinamente sustituida por prefabricados de hormigón, de una resistencia similar pero mucho más económicos. Durante la década de 1990, se introdujo el caucho reciclado y los acabados plásticos, materiales que protegen a los peatones y limitan los daños a los vehículos, pero también reducen durabilidad del bordillo. Mas recientemente se ha recuperado el granito, el gabro y el basalto, especialmente en los centros históricos, donde también se han ensayado calles sin bordillos siguiendo nociones de “espacio compartido” y “calle viva” , soluciones que recuperan los bolardos de piedra o metal del Renacimiento.
En términos de zonificación, los bordillos delimitan una parte muy cotizada de la calle, el borde de la calzada. A principios del siglo XX, cuando el estacionamiento prolongado y el nocturno eran ilegales y los coches se aparcaban en un garaje, siguiendo la lógica de caballos y establos, los bordillos estaban reservados pare el embarque de pasajeros y mercancías. El estacionamiento a corto plazo en la calle no estuvo regulado ni tuvo precio hasta las décadas de 1940 y 1950. A medida que aumentó la cantidad de vehículos en el espacio público, se permitió su acceso a las áreas adyacentes a la acera en cualquier momento. La monopolización ese espacio por automóviles estacionados es reciente, y no ha limitado las funciones del bordillo, sino que ha incrementado la compleja negociación de las actividades que alberga.
El bordillo cumple una infinidad de funciones. Sirve de acceso peatonal hacia y desde la acera, de acceso de vehículos de emergencia y transporte público, de límite para carriles bici. Organiza la entrega y recogida de mercancías, de pasajeros ya sea en taxis, en transporte público o en vehículos privados. Unifica funciones de la infraestructura vial como la gestión de residuos y la escorrentía de aguas superficiales. Es un punto focal para las actividades comerciales que incluyen quioscos, restaurantes, food trucks, cafeterías, vendedores ambulantes. Demarca espacios verdes y de ocio. Más recientemente, ha empezado a alojar nuevos usos como los servicios de coches compartidos, el aumento de las entregas de pequeños paquetes asociados al comercio digital y la implementación de infraestructuras alternativas de movilidad urbana como los sistemas de bicicletas compartidas. A todas estas funciones hay que añadir la llegada de los coches autónomos. Esta lista, incompleta, da una idea del amplio espectro de instituciones, usuarios, y autoridades interesadas en diseñar el bordillo cuyas necesidades son, a menudo, inconexas y casi siempre contradictorias.
Quizá como respuesta a esta colección de usos heterogéneos, el diseño de bordillos suele ser aparentemente genérico, aunque difiere sutilmente según su ubicación. Las regulaciones nacionales, regionales y municipales varían, pero generalmente se pueden identificar dos tipos principales —uno incorpora recogidas de agua, el otro no— y cuatro perfiles básicos: achaflanado, biselado, redondeado y cuadrado. Lo que si fijan las guías de diseño locales son las dimensiones específicas, que hacen que los bordillos respondan a su contexto: en áreas de lluvia intensa, los bordillos son más altos; las áreas nevadas requieren bordillos que resistan el impacto de los vehículos quitanieves y que se puedan reemplazar fácilmente cuando se rompen. Las normativas de accesibilidad también tienen efecto al prohibir ciertas geometrías y priorizan otras. Incluso su materialidad responde al contexto, ya que refleja la disponibilidad de piedras locales y agregados del hormigón.
En resumen, el diseño del bordillo determina su rendimiento, percepción y uso. Un bordillo bajo puede presentar problemas para la recolección de agua, pero hace que la acera sea accesible. Un bordillo alto puede hacer que los peatones tropiecen, pero evita que los vehículos puedan invadir la acera. Un bordillo plano en una carretera con mucho tráfico representa una amenaza para los peatones, pero puede funcionar para un coche autónomo. Y para estos últimos los problemas de detección o legibilidad causados por bordillos erosionados, bordes redondeados o acumulación de polvo en sus superficies son nuevos problemas que requieren nuevas soluciones de diseño. El diseño del bordillo define al funcionamiento de la calle, y por extensión nuestras percepciones sobre seguridad.
Bordillo 5 en la fábrica de Huguet. Octubre de 2020, Mallorca (España). Fotografía: Luis Díaz Díaz.
En Aramis or the Love of Technology, Bruno Latour muestra cómo el éxito de una nueva tecnología está ligado a los peligros percibidos que lleva consigo. La tecnología debe generar confianza de cara a la sociedad, combinando evidencia científica, narrativas comunes y demostraciones públicas. Los vehículos autónomos son una tecnología que cambia los acuerdos sobre la forma en que vivimos juntos. Los bordillos son fundamentales para generar la confianza e imaginar formas de convivir con los coches. Usar los bordillos para discutir el diseño de las calles sobre la calle integra la infraestructura urbana en los experimentos. Si la presencia de vehículos autónomos en las calles las transforma en un laboratorio que experimenta con los conflictos entre tecnologías, ética, economía y seguridad colectiva, la discusión sobre el diseño de la acera los hace esas discusiones públicas.
En este contexto, los bordillos pertenecen a la categoría de “cosas que hablan”, o al menos se espera de ellos que funcionen como una nueva forma de Arquitectura parlante: un ensamblaje material presentado en un foro híbrido como una cosa que incluye las entidades sociales que representa. En el foro, el papel del bordillo y sus representaciones asociadas es el de explorar las divisiones entre la visión humana y los sensores de los vehículos autónomos, permitiendo al público adentrarse en los reinos de lo inconmensurable, lo micro, lo ambiental y lo especulativo, desvelando cómo estos objetos ordinarios participan en las políticas de la ciudad.
Desplazar la atención desde los automóviles a los bordillos, y dar voz a estos últimos, establece un escenario alternativo para las discusiones actuales. Las iniciativas participativas existentes tienden a centrarse en las percepciones sociales de la conducción automatizada y su aceptación pública. Sin embargo, los vehículos sin conductor no son las únicas innovaciones que necesitan ser testeadas. La inclusión del bordillo en la conversación permite evaluar la tecnología y, lo que es más importante, evita la separación de dos acontecimientos: la llegada de los coches sin conductor y las transformaciones de la calle.
Este desplazamiento también refuerza la idea de que la validación experimental del conocimiento público debe tener lugar en el dominio público. Los experimentos resultantes son diversos, heterogéneos, sucios y complejos, y ocurren en la calle. Incluir los bordillos en el foro hibrido, significa incluir la calle, o más precisamente, llevar el foro a la calle. La introducción de dispositivos socio-técnicos en experimentos científicos desmonta su certeza positivista, poniendo en primer plano la naturaleza experimental de la participación pública. Peatones, coches sin conductor, animales, agua de lluvia, protestas, herramientas de visualización, ciclistas y árboles, todos se encuentran en el bordillo y disputan decidir sobre su diseño. El laboratorio que acoge este experimento no es neutro. La inclusión de la voz del bordillo en el foro híbrido abre la puerta a un sinfín de actores y lo reconfigura como un ejemplo de ciencia que se libera en «lo salvaje».
En conclusión, el bordillo puede parecer un objeto mundano, pero su importancia viene de su papel en la definición del espacio, menor pero vital, necesario para la negociación de la convivencia entre peatones y coches. Los bordillos son objetos políticos, cosas, con la capacidad de impulsar o transformar una proliferación de desacuerdos públicos. El debate sobre la geometría, la materialidad y la ubicación de esta cosa desvela preguntas sobre objetividad, transparencia, comunidad, empatía, confianza, seguridad, política, urbanización y belleza vinculadas a la llegada de las tecnologías sin conductor.
Imagen de portada: CAR, de Simone Niquille/Technoflesh. Render de profundidad de un accidente automovilístico escaneado en 3D. El degradado visualiza la distancia en un espacio tridimensional virtual. El color más oscuro representa lo que está más cerca de la cámara virtual. ¿Este automóvil es todavía reconocido como tal por la visión artificial? ¿Cuán destrozado debe estar el objeto para que el automóvil se convierte en automóvil?
En abierto, el tercer capítulo de Coches, humanos y bordillos, aprendiendo a vivir juntos, de Urtzi Grau y Guillermo Fernández-Abascal (Bartlebooth, 2021)
Guillermo Fernández-Abascal es arquitecto, Profesor Asociado en la Escuela de Arquitectura de la UTS y socio fundador de GFA y GFA2. Con base en Sydney (Austrialia) y Santander (España), su trabajo reciente cuestiona la dicotomía investigación vs. edificación e incluye diagramas, historias, exposiciones, películas, prototipos, viviendas y edificios públicos en todo el mundo.
Urtzi Grau es arquitecto, Profesor Titular en la Escuela de Arquitectura de UTS y socio fundador de las oficinas GFA y Fake Industries. Su trabajo explora cómo la arquitectura responde a cuestiones críticas de la región indo-pacífica, incluyendo la justicia climática, la inmigración, el derecho a la tierra y la economía extractiva.